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miércoles, 14 de febrero de 2018

LLevar una máscara

Cuento para niños y no tan niños

Hoy, Miércoles de Ceniza, en muchos lugares de España tiene lugar el llamado “Entierro de la sardina” que anuncia el fin del Carnaval. En él se entierra simbólicamente al pasado, a lo socialmente establecido, para renacer con mayor fuerza y que surja una nueva sociedad transformada.

Hoy os propongo la lectura de un cuento, aparentemente infantil, del escritor cubano Enrique Pérez Díaz que se titula “La máscara de las brujas” y está incluido en el libro “Entre brujas vuela el cuento” que reúne nueve historias escritas por Enrique Pérez Díaz, Iliana Prieto Jiménez y María Aguiar Fons.

Tal vez, hoy sea un día adecuado para empezar a quitarnos la máscara.

«Érase una brujita fea, muy fea, tan fea feúcha feota feísima que hasta ella misma se asustaba de verse. Los niños la temían mucho y daban gritos cuando pasaba frente a sus casas, y cualquier persona, al tenerla cerca, elegantemente se cubría la cara para no tropezar con su fealdad.

Ver a las otras brujas, que se pavoneaban por el reino luciendo sus mejores galas, le hacía suspirar de ansiedad y esperanza. Eran célebres. Asistían a numerosos aquelarres. Tenían excelentes relaciones con príncipes y reyes. Siempre se las tomaba en cuenta para los asuntos más importantes. Definitivamente, vivían muy felices.

Mas esta brujita era como si no existiera para las demás. A veces creía ser invisible o una sombra. Pero siempre, por más que tratara de consolarse, volvía a pensar, aterrada, en su fealdad sin remedio.

Un día, viendo su pesar, otra bruja le dijo:

—Pero ¿has creído acaso que la belleza existe en verdad? Ingenua. ¿En qué mundo vives? Toma.

—¿Y esto qué es? —preguntó.

—Una máscara. ¡Póntela!

—¿Para qué?

—¿Serás tonta, mujer? Verás que a partir de ahora todo cambiará. Te vas a acordar de mí. Y no te cobraré nada por esto. Será un favor.

—Ser como las otras es cuanto deseo. Poderlas igualar al menos en algo. Duele mucho que a una la consideren diferente.

Estuvo mucho tiempo dudando si ponerse o no la máscara. Cuanto más la miraba, más hermosa le parecía. Se la imaginaba ya sobre su rostro y entonces creía estar revestida de algo especial, un hechizo que la hacía invulnerable a las críticas, a las miradas, al qué dirán de los demás.

Mientras la sostenía en sus manos, aquella máscara de colores hermosos se sonreía prometiéndole un futuro de venturas. Imaginaba cuán feliz podría ser si dejaba que cubriera su rostro, mas luego, las dudas le hacían poner la bella y sonriente máscara sobre un diván.

Al fin, un día, en un rapto de entusiasmo, tomó el artefacto que desde un rincón le miraba sonriente incitante… se lo puso decidida en su cara y, volviéndose a un espejo que antes siempre mantuvo cubierto por un palo blanco, lo arrancó de un tirón y estuvo largo rato contemplándose.

—¡Aaaaahhhh! —suspiró extasiada—. Soy otra. ¡Quién lo diría! ¡Qué bella me veo! Nadie podría reconocerme. Ahora sí podré lucir con donaire mis caros y lujosos vestidos, las joyas que he ido heredando de mis tatarabuelas. Mi vida va a cambiar por completo. Lo sé.

Y, efectivamente, desde ese día todo cambió en la vida de la brujita. La gente se le acercaba. Los jóvenes discutían por su belleza. Muchas brujas la envidiaban. El mundo era diferente.

Pero solo durante un tiempo la brujita se sintió realmente feliz. Después, pensó que en verdad, engañando a los otros, no hacía más que engañarse a sí misma.

“¿Por qué fingir? ¿Acaso no nos pueden aceptar como somos en realidad? ¿Qué necesidad hay de llevar una máscara, una máscara que nunca dice nada de nuestro corazón, que con su equivocada sonrisa demuestra una alegría falsa y no el dolor que nos embarga cuando estamos tristes?”.

Apesadumbrada por estos pensamientos, la bruja de dirigió hacia el cerro donde se realizaban los aquelarres… Tan ensimismada iba subiendo, que no se percató de algo: la lluvia fina comenzaba a bañarla. Al llegar a lo alto diluviaba y, para su sorpresa, allí estaban todas las brujas, dando gritos cada vez que una gota caía sobre su rostro arrastrando arco iris de colores, torbellinos de afeites, pelucas y postizos de todo tipo rodaban colina abajo.

Aquello parecía un gran carnaval del espanto, donde resultaba imposible discernir quién era más fea que quién, pues se veían brujas tan espantosas…

“¿Y yo me creía las más fea de todas?”, se dijo. “¡Qué engañada estaba!”.

Entonces aprendió que en este mundo casi todas las brujas llevan una máscara y, aunque mucho les duela, jamás confiesan que viven engañándose y llenando de mentiras a los otros. De tanto esconderse tras las máscaras para evitar problemas, fingir lo que no son o encumbrarse de ambiciones, han llegado a olvidar cómo fue un día su verdadero rostro…

La brujita ahora es feliz. Cada amanecer lava su rostro en la fuente y ya no se asusta como antes de su imagen. En cuanto a los espejos, ya les perdió el miedo definitivamente. Cuando pasa frente a alguno nunca vacila en mirarse. Saca la lengua a más no poder, hace una y mil muecas y se aleja feliz agitando su escoba».


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