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viernes, 24 de marzo de 2017

Sufrir voluntariamente

Fuente: “Déjame que te cuente…” de Jorge Bucay.


Dos números menos

Un hombre entra en una zapatería, y un amable vendedor se le acerca.

—¿En qué puedo servirle, señor?

—Quisiera un par de zapatos negros como los del escaparate.

—Cómo no, señor. Veamos: el número que busca debe ser... el cuarenta y uno. ¿Verdad?

—No. Quiero un treinta y nueve, por favor.

—Disculpe, señor. Hace veinte años que trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y uno. Quizás un cuarenta, pero no un treinta y nueve.

—Un treinta y nueve, por favor.

—Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?

—Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos del treinta y nueve.

El vendedor saca del cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y, con satisfacción, proclama «¿Lo ve? Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!».

—Dígame: ¿quién va a pagar los zapatos, usted o yo?

—Usted.

—Bien. Entonces ¿me trae un treinta y nueve?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos del número treinta y nueve. Por el camino se da cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino que seguramente son para hacer un regalo.

—Señor, aquí los tiene: del treinta y nueve, y negros.

—¿Me da un calzador?

—¿Se los va a poner?

—Sí, claro.

—¿Son para usted?

—¡Sí! ¿Me trae un calzador?

El calzador es imprescindible para conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.

Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos sobre la alfombra, con creciente dificultad.

—Está bien. Me los llevo.

Al vendedor le duelen sus propios pies sólo de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro de los zapatos del treinta y nueve.

—¿Se los envuelvo?

—No, gracias. Me los llevo puestos.

El cliente sale de la tienda y camina, como puede, las tres manzanas que le separan de su trabajo. Trabaja como cajero en un banco.

A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas de pie dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero de la caja de al lado lo ha estado observando toda la tarde y está preocupado por él.

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

—No. Son los zapatos.

—¿Qué les pasa a los zapatos?

—Me aprietan.

—¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?

—No. Son dos números más pequeños que mi pie.

—¿De quién son?

—Míos.

—No te entiendo. ¿No te duelen los pies?

—Me están matando, los pies.

—¿Y entonces?

—Te explico —dice, tragando saliva. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones. En realidad, en los últimos tiempos, tengo muy pocos momentos agradables.

—¿Y?

—Me estoy matando con estos zapatos. Sufro terriblemente, es cierto... Pero, dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer, tío! ¡Qué placer!

“No hay gloria sin dolor”, “todas las metas han de conseguirse con esfuerzo”, “solo se valora lo que se consigue con esfuerzo”... ¡Es preciso desactivar esta trampa que nos introdujeron cuando éramos muy pequeños!

Es estúpido sufrir voluntariamente para que cuando cese el sufrimiento, podamos sentir felicidad. El sufrimiento, a veces, puede hacernos más humanos, pero también puede amargarnos. La felicidad no está tanto en el éxito de haber alcanzado el objetivo que nos impusimos, como en el hecho de haber disfrutado del recorrido.

Disfrutemos de la vida que, por cierto, se nos ha dado gratis. Lo verdaderamente valioso, se obtiene sin esfuerzo.


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